La banalidad de la comida
A pesar de ser una necesidad básica, el acto de comer puede ser bastante banal para un porcentaje de la población. Si no comes, mueres. Eso le digo a mi hija de seis años cuando rehúsa comer el plato que me esmeré preparando. Evidencia de esto existe dondequiera, desde el perro callejero que hurga en la basura por algún sustento, hasta el niño de escuela cuyas únicas comidas las consume en el comedor escolar. La gente mata por hambre. No obstante, la comida y su preparación también puede ser de lo más frívolo que se haya visto. Podemos verlo en restaurantes finos donde las porciones son minúsculas, pero pagas por ellas lo que se le paga a un cocinero por la jornada de trabajo completa. También lo vemos en la cantidad de comida no comprada que se echa al zafacón en supermercados, cafeterías y restaurantes, por mencionar solo algunos ejemplos. El verano de la carne de león, de la escritora Tere Dávila, toca el tema de la comida en el diario vivir puertorriqueño en tres crónicas-ensayos incluidos en este volumen.
La primera crónica lleva el mismo título del libro y trata de un verano, cuando la autora era universitaria en Cambridge. La cronista cuenta cuando se perdió en la vecindad donde vivía y terminó por error en una carnicería gourmet, mucho antes de que ese tipo de negocio cobrara la popularidad de hoy. En la carnicería se vendía (y parece que aún es así) carne de oso, pitón, pingüino y león, entre otras carnes exóticas. La experiencia da paso a una reflexión acerca de lo que hoy llamamos artes culinarias y algunas tradiciones comestibles interesantes, como el consumo de sesos de mono o el de tentáculos de pulpo vivo. Todo redunda en el regreso al área donde vivió aquel verano, ya más cerca de nuestra época, en que todo ha cambiado como uno esperaría: cafés, foodtrucks, cervezas artesanales y demás. Dávila salpica la narración con notas al calce informativas y humorísticas, que van a tono con el resto del escrito y que logran convertir una situación mortal en una anécdota casi cómica.
“Olla de presión”, la segunda, es una mezcla entre memoria y crónica. Una comida preparada en la casa de la narradora entre ella y un nuevo interés amoroso da paso a debatir el rol que la sociedad espera de la mujer en torno a la cocina. A la vez, la lleva a recordar a las diferentes mujeres en su pasado y cómo manejaban el tema de cocinar. Recuerda a Genara, la empleada de la familia que confeccionaba platos con una destreza propia de chefs, y a Ana Tía (así se llamaba) y sus experimentos con helados artesanales con ingredientes poco comunes (como precursores a los de la heladería de Lares, con sabores de ajo o arroz con habichuelas, datos mencionados por la autora). Los recuerdos se intercalan con la desventura de la pareja en la cocina de manera humorosa.
Por último, está “Santurce sin reservaciones”, que es una radiografía de la escena culinaria del barrio de San Juan. Aquí se mencionarán lugares de alta cocina, como José Enrique y Santaella; lugares tradicionales, como La Casita Blanca; la selección amplia que se encuentra en la calle Loíza; y la moda de los foodtrucks en la última década. Se discute, además, el impacto que han tenido estos lugares de comida en su entorno.
Como siempre, la narración de Tere Dávila es amena y divertida, con su particular sentido del humor. El tema también es amplio e invita a leer (¿a quién no le gusta comer?) y gira en torno a temas y opiniones cotidianos (¿cuál es la mejor lechonera o dónde venden el guanime más rico?). Ahora bien, aquí se habla de la comida como manera de entretenimiento para gente que pueda costear una cena lujosa y no como necesidad, hecho constatado desde el título. El libro es una entretenida celebración a la banalidad de una necesidad.
El verano de la carne de león
Tere Dávila
ICP, 2019
Esta reseña se publicó originalmente en El Nuevo Día en septiembre 29 de 2019.
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