Cuento: Barrancos

Barrancos

José Borges © 2010

Me habían dicho que el tramo hacia Barrancos tardaba una hora. Por alguna razón, ninguno de los servicios de taxi de Río del Valle llegaba allá. Así que llamé al despacho de Barrancos y pedí que me recogieran.

Saqué mi computadora para adelantar un poco de trabajo en lo que me buscaban. Si tendría que esperar tanto en lo que llegaba el taxi, era mejor aprovechar el tiempo de alguna manera.

Cinco minutos más tarde, llegó un automóvil amarillo que tocaba su bocina insistentemente. En la puerta tenía pintado en letras negras: “Expreso Barrancos”.

Era demasiado pronto para que vinieran a recogerme, pero yo era el único en el café. Comencé el procedimiento para apagar la computadora que recién había prendido y le hice señas al chofer para que supiera que saldría en un minuto. Dejó de tocar bocina, aunque me miraba con insistencia. No esperaría mucho antes de hacer más ruido.

El chofer del taxi me apresuraba con la vista, aunque no tocó la bocina otra vez. Por fin logré guardar la computadora a toda prisa. Coloqué mi maleta en el baúl y me monté en el auto.

Me di cuenta en ese momento de lo raro del auto. El chofer estaba en la parte derecha y el pasajero, a la izquierda, como los automóviles en Inglaterra o los que usan los carteros en Norteamérica. Tampoco había cinturón de seguridad, por lo que pregunté.

―No hace falta, jefe. Anda con un experto al volante.

Lo dijo con tanta seguridad, que no me atreví a dudar de su exageración; al menos, en voz alta.

Coloqué el bolso de mi computadora a mis pies; no podía estar fuera de mi vista en ningún momento. Su contenido era confidencial y no podía ofrecerle ninguna oportunidad a nadie de que se lo llevara.

Como advertido, el camino hacia Barrancos tomó una hora. La carretera era empinada y tenía muchas curvas apretadas. El chofer no logró acelerar el taxi a más de ochenta kilómetros por hora en ningún momento y la transmisión del auto parecía a punto de estallar a juzgar por el ruido que hacía.

Le pregunté al chofer que si estaba cerca de Río del Valle cuando recibió la llamada para que me recogiera. Contestó con una carcajada y no dijo nada más el resto del camino. Su concentración en el camino era autística.

Cuando llegamos a la plaza de Barrancos, me sentía un poco mareado por la altura y las curvas del viaje. Antes de visitar al alcalde, decidí tomarme un café en un negocio cercano a la alcaldía. No pude darle las gracias al taxista: luego de sacar mi maleta del baúl, arrancó a toda prisa.

En el cafetín había tres personas: el encargado, un cliente y yo. Escuché un noticiario radial, mientras que los dos hombres comentaban acerca de lo que oían. Ambos callaron tan pronto entré. Pedí un café y me senté a una mesa pequeña.

Luego de mi primer sorbo, el cliente se acercó a la mesa.

―Buenas tardes ―dijo el cliente―, viene del Gobierno, ¿no?

Dije que así era.

―Mucho gusto. Soy Enrique D’Ebre, alcalde de Barrancos. Supongo que viene a investigar las finanzas. ¿Es así?

Asentí.

―Bien. Acá todo está en orden. Puede preguntarle a cualquiera. Me atrevo a apostar que este es el pueblo más feliz que haya visto. Nuestros ciudadanos tienen justamente lo que necesitan.

Contesté que estaba seguro de que era así. Sin embargo, mi trabajo era investigar que los fondos que el Gobierno central enviaba al pueblo eran utilizados como se debía. Mi investigación comenzaría al día siguiente y esperaba toda la cooperación posible de parte del alcalde y sus funcionarios.

―Por supuesto ―dijo D’Ebre―. Todos los años viene un auditor y nunca reporta nada fuera de lo normal. Estoy seguro de que será así con usted.

Aunque lo normal era enviar a alguien cada cuatro años, la falta de detalles en los informes levantaba sospechas en las oficinas centrales. Se rumoraba que sobornaban a los investigadores, ya que nunca hablaban de sus visitas a Barrancos.

―Lo invito a pasear por el pueblo ―dijo el alcalde―. Conozca a nuestra gente, disfrute del paisaje y descanse. Lo veré mañana en mi oficina, ¿sí?

Afirmé y le di la mano al alcalde, quien se marchó del cafetín. Tomé mi café en silencio. El encargado no demostró mucho interés en mí.

Llegué al hotel del pueblo para dejar mi maleta. Decidí hacerle caso al alcalde: daría un paseo por el pueblo.

Era un lugar tranquilo. El único negocio abierto era el cafetín, que ahora tenía más clientes. La música de una vellonera reemplazó las noticias y, en vez de café, bebían cerveza y tragos. Todas las conversaciones se detuvieron cuando notaron mi presencia. Cuando salí, continuaron su tertulia.

Noté que no había basura en el piso, que las casas estaban cerradas y que, de vez en cuando, se escuchaba el sonido de algún televisor. Había estado en pueblos tranquilos, pero este asustaba. No encontré a nadie con quien conversar. Me encontraba en una comuna de ermitaños, al parecer.

Regresé a mi habitación y saqué la computadora para adelantar trabajo. Si podía salir de Barrancos antes del mediodía siguiente, estaría contento.

Me di cuenta de que no tenía el cable de electricidad para la computadora. Busqué dentro del maletín, en la maleta y en el maletín otra vez. No estaba. Tenía que estar en el café de Río del Valle y eso me presentaba un problema: si comenzaba a trabajar en la habitación, no tendría suficiente carga para el día siguiente. Como la computadora era tan vieja, solo duraba dos horas sin recargar. Era posible que en el pueblo alguien vendiera el cable; así como era posible que mil dólares me cayeran en la palma de la mano.

Opté por acostarme temprano y bajar a la ciudad tan pronto me levantase el día siguiente.

La lluvia matutina me paralizó en la cama al otro día. Desperté tarde y tan confundido que se me olvidó por qué debía levantarme temprano. Cuando recordé todo, me bañé y me vestí de prisa.

Como no tenía paraguas, llegué empapado a la alcaldía. D’Ebre me recibió en su oficina con cierta vacilación ante el rastro mojado que dejaba dondequiera.

Pregunté si había alguna tienda en el pueblo que vendiera el cable para mi computadora o si podía prestarme uno.

―La única tienda en el pueblo solamente vende comestibles ―rio el alcalde―. Y en esta oficina no usamos computadoras. Tendría que ir a la ciudad. Le llamo el taxi, si desea.

Accedí a bajar a Río del Valle, así que esperé en el vestíbulo de la alcaldía en lo que llegaba el chofer. Había formado un charco donde estaba parado y me sentía miserable. Hasta mis medias estaban mojadas y hacían un sonido desagradable y mojado con cada paso que daba.

En menos de cinco minutos, el mismo chofer del día anterior estaba frente al edificio. Al entrar en el vehículo, me disculpé por mojar los asientos. No obtuve reacción. Luego, le dije que era necesario hacer el viaje en corto tiempo, ya que tenía mucho trabajo en la alcaldía.

El chofer sonrió, hundió el acelerador y salimos disparados. El arranque abrupto me suprimió al espaldar del asiento. Logré mirar al velocímetro y ya íbamos a 160 kilómetros por hora. Estaba tan asustado que no podía hablar. Nos acercábamos a una curva y el loco al volante solo aceleraba.

La inercia aplastó mi rostro a la ventana. Lo único que veía era el risco que terminaba en Río del Valle. Imaginé una sucesión de autos, en fila india, caídos desde Barrancos hasta el medio de la ciudad. Por fin pude gritar. El chofer reía a carcajadas.

Había una bajada empinada en el camino y sentí mi estómago en la garganta. Luego, hubo otra curva y más risco. Era como si me colgaran del borde de un edificio. Llegamos a un lomo y la gravedad me impulsó al asiento nuevamente. Le grité al chofer que parara, pero solo le causó más risa.

Como el pavimento estaba mojado, cada viraje en el camino hacía que la parte de atrás del carro se deslizara. En cualquier momento despegaríamos de la carretera y volaríamos. Comencé a respirar profundo e intenté retomar un poco de control.

―Vas a dejarnos sin oxígeno ―dijo el chofer y abrió las ventanas.

Ahora era peor: entraban la lluvia y el viento. Las gotas de agua parecían agujas en mi piel. No sé cómo el chofer veía la carretera. Tal vez la conocía de memoria. Mi ejercicio de respiración se fue al carajo, junto con mi cordura. Ahora era todo risco, aire, presión, más presión.

Otra vez le di a la ventana con el rostro, luego con el resto de mi cuerpo. El mundo daba una vuelta horizontal. Y paramos.

Abrí la puerta y me arrastré fuera del vehículo. El chofer aún se reía, demente.

―Se le queda el bulto ―dijo y me lanzó el bolso de la computadora a mis pies―. ¿Quiere que lo espere?

Seguí arrastrándome para alejarme del carro y del chofer. No me importó la computadora que yacía en un charco de agua marrón ni mi ropa pintada de lodo.

Quería insultarlo, pero sólo logré balbucear algo entre un quejido y un llanto.

El chofer rio otra vez; ahora, lo hacía más alto, y se montó en el vehículo.

―Le enviaremos la maleta por correo ―dijo a través de la ventana y arrancó bañándome en fango.

Tirado en el piso, escupí lodo y agua mientras la lluvia intentaba limpiar mi ropa. Vi el reloj de la estación del tren, donde me había dejado. Solo habían pasado cinco minutos desde que habíamos salido de Barrancos.

Tardé en recomponerme y no sabría decir cuánto. Aunque el tren hacia mi casa no viajaba a la mitad de la velocidad del taxi, no pude relajarme.

Cuando llegué a mi oficina, entregué una copia de los informes anteriores de Barrancos: “Todos los fondos se utilizan a la perfección”, leía. Me transferí a otro departamento en el cual no tuviera que viajar, ya que no podía ni montarme en un autobús para llegar al trabajo, mucho menos atravesar el país en automóvil.

Hoy día, trato de olvidar que existe un pueblo llamado Barrancos, así como debería hacerlo el Gobierno central.

Tal como prometió el chofer, mi maleta llegó por correo la semana siguiente. El cable de la computadora estaba colocado en espiral alrededor del equipaje.

Fin

¿Pagarías por un buen cuento? Poco a poco, los artistas aprendemos a independizarnos de los métodos tradicionales de exposición y remuneración. Antes, para ganar algún tipo de compensación por un escrito, el autor tenía que venderle los derechos de publicación a una editorial o periódico. Es un método que aún funciona para autores reconocidos. Sin embargo, luego de leer experiencias de otros artistas en diferentes medios, he decidido experimentar con estos métodos alternos de compensación. Inmediatamente después del cuento, encontrarás un botón para dejar un donativo. Si deseas, haz clic y sigue las instrucciones provistas. Puedes utilizar una tarjeta de débito o crédito y «Paypal». No tiene que ser una cantidad grande.: desde .01 hasta lo que gustes. Si no, pues no pasa nada. Lee el cuento y compártelo con tus amigos si te gusta.


Sándwich de mezcla

Seguramente, no existe mejor aperitivo/almuerzo/desayuno que el gran sándwich de mezcla. El pimiento combinado con jamonilla, queso y pan crea un bocado orgásmico y adictivo. Por más lleno que esté, si hay un ejemplar de estos sándwiches para probar, lo haré, sin duda. Los restaurantes gourmet del mundo no saben lo que hacen al no tener esto en su menú. Debería existir un Día del Sándwich de Mezcla. Incluiría concursos para saber quién confecciona el mejor sándwich. Con tanto político pendejo en esta isla, me sorprende que no se haya discutido este asunto antes.

Weber’s Last Waltz

Para los estudiantes de Historia y teoría del cuento.

Cuento (mini): Cómo Nav’yal escogió experimentar con sus torturas

Cómo Nav’yal escogió experimentar con sus torturas

José Borges © 2010

Cada uno escogió su nombre, sus poderes e historia. Nadie sabía qué podría escoger Nav’yal, maestro de tortura del antiguo reinado estelar. Era una leyenda, temido por todos, hasta por Reiss’yul, líder de los Matni. Nav’yal inventaba y llevaba a cabo torturas que desafiaban la definición de las palabras “crueldad”, “sufrimiento” y “dolor”. Necesitaba una palabra para definir los tres conceptos juntos y un nombre por el que lo llamaran.

De pronto, agarró un arco y flechas y dijo:

—Lo tengo: “Cupido”.

iPad y el escritor

La compañía Apple anunció su nuevo producto, el iPad. Desde el año pasado se había rumorado que la empresa norteamericana sacaría al mercado un producto como éste. Había creado mucha expectativa.

Entre los comentarios que leí, había uno de Xeni Jardin, de Boing Boing, que decía que era algo que mataría la competencia en cuanto a los «netbooks» se refiere. Discrepo, ya que las netbooks son computadoras, aunque de poco poder. Son más versátiles que el iPad.

Dicho sea de paso que considero el aparato nuevo de Apple como un logro. Parece sacado de la ciencia ficción. Sin embargo, en mi caso, no le veo utilidad. Se me parece más a un Kindle (de Amazon) que puede hacer mucho más. Dependerá del catálogo de iBooks en comparación con los ebooks de Amazon. Lo cierto es que la industria editorial tendrá que hacer ajustes y no veo ninguna movida por parte de las editoriales latinoamericanas.

Las oportunidades para escritores se amplian más cada día. Nuestras obras se pueden leer a través de la computadora, móviles y aparatos como el iPad. Sin embargo, pocos nos atrevemos a publicar por estos medios. Debemos comenzar a utilizar estas herramientas para expandir nuestra audiencia. Si pretendemos vivir de nuestro oficio, hay que buscar el mercado más amplio posible. En este caso, sería el mundo hispano hablante completo.

Un autor que tenga ya su audiencia podría publicar un cuento a través de un iBooks, para utilizar un ejemplo, cobrarlo a $0.99 y así se evita el trabajo de buscar quién se lo publique, ya que hay menos foros para ese género. Si lo que tiene es una novela, puede utilizar un servicio como Lulu, que tiene un sistema de distribución que incluye a Amazon,  y publicarla según se pida o ofrecerla en su versión electrónica (o ambas).

Tenemos muchas posibilidades. La cuestión es escribir y utilizarlas.

¿Opiniones?

Cuento: Cosa del pasado

Cosa del pasado

2010 © José Borges

Cuando primero lo vi, pensé que era mi tío. Sabía que no lo era, por supuesto: el hermano de mi padre había muerto cinco años antes. Iba a descartarlo a una mera casualidad y seguir mi camino, pero se acercaba para hablar conmigo. No me está malo saludar a la gente que veo en la calle, pero me limito a un “buenos días” o saludo semejante. Pero este señor se acercaba y me hacía sentir incómodo. De seguro, me pediría un cigarrillo: fijaba su mirada en mi mano derecha, de la cual husmeaba mi tabaco encendido.

—Con permiso —dijo el hombre—. ¿Me regalarías uno? —apuntaba al cigarrillo.

Extendí mi cajetilla abierta para que el extraño tomara uno y permanecí atónito mientras dejó mi mano vacía.

—Tienes que dejar este vicio —me dijo enseñándome los cigarrillos. Más bien, fue una orden; como si fuera mi padre.

Ahora bien, sé que fumar es pésimo para la salud. Conozco las enfermedades que causa, la peste que deja: todo lo que me podría decir este señor para convencerme de que dejara de fumar. Sin embargo, y esto es algo que alguien que jamás ha fumado no entiende, es lo más rico que existe. Estoy seguro de que un adicto diría lo mismo de su droga predilecta.

Además, no me gusta que nadie me diga qué hacer.

Exigí que me devolviera los cigarrillos. Creo que usé uno que otro adjetivo no muy favorable.

— Si dejas de fumar —contestó colocándose un tabaco en la boca—, no me dará este cáncer infernal. ¿Tienes fuego?

Le encendí el cigarrillo por mero reflejo. Me confundió lo que me había dicho. Aspiró el humo como un fumador lo habría hecho después de no haber fumado por días. Parecía marearse.

—¡Ah! —suspiró—. Casi como la primera vez. Ven. Tomemos un café mientras hablamos.

Señaló a una cafetería en la esquina y, sin esperar a que yo contestara, emprendió hacia el negocio.

Lo seguí porque quería recuperar mis tabacos. No sabía de dónde había salido el maldito loco, pero no iba a soltar un paquete entero de cigarrillos. Es un vicio caro.

El estrés de la situación me afectaba y necesitaba fumar. Imploré que me devolviera la cajetilla y me ignoró. Luego, le rogué que me diera al menos uno. Se detuvo y se volteó hacia mí:

—¡Es que no me has escuchado! Tienes que dejarlos —dijo y continuó su marcha.

Traté de discutir, pero no me hizo caso hasta que llegamos a la cafetería.

Tomó asiento donde lo habría hecho yo: una esquina cerca de la ventana y de la salida.

—Siéntate.

Le pregunté si no le molestaba cambiar su asiento con el mío, ya que prefería no darle la espalda a la puerta.

—Lo sé. Yo tampoco. La vejez tiene sus ventajas. Ordéname un café, ¿sí?

Cuando le pregunté cómo lo tomaba, me contestó:

—Igual que el tuyo: con leche y oscuro…

—…como el alma del diablo —completé lo que iba a decir. Siempre digo eso cada vez que ordeno un café. Así, quien lo preparara no dudaría sobre cómo me gustaba mi bebida. De todas formas, con frecuencia la servían mal.

Ya estaba bastante aturdido por este hombre. Me habría peleado con cualquier otro, pero la presencia de este señor no me permitía ese tipo de acción. Era como si lo hubiera conocido toda mi vida; parecía un familiar.

Regresé a la mesa con los dos cafés y sendos sobres de endulzador artificial para cada bebida. Le ofrecí uno a mi atormentador.

—Ah, no. Gracias, pero resulta que el azúcar falso sí hace daño —dijo.

—¿De veras? Pensé que habían averiguado que no.

—En dos años encontrarán que ayuda a que se propague el virus aviario… ¿o es la tuberculosis? Carajo, no recuerdo.

—¿Dos años?

—Sí, sí. Ya verás. Lo que sucede es que yo soy tú, de aquí a treinta años.

—¿Qué?

—Como lo oyes. Mira, nos fumamos el primer cigarrillo en una fiesta de la universidad, para caerle bien a la pelirroja. Nos masturbamos por primera vez a los catorce años, con un dibujo de una mujer y tu mascota favorita fue Gloria, la collie.

—Pero ¿cómo sabes…?

—Porque soy tú —me interrumpió—. Sabes que no hay otra manera de que sepa eso. Además, mírame: el parecido es demasiado. Menos pelo y más arrugas, pero somos prácticamente idénticos.

No sabía cómo contestar. Todo lo que decía era cierto.

—Vengo del futuro —continuó— y necesito que dejes de fumar. Calculé todo y me di cuenta de que, si no fumara, viviría al menos veinte años más. Además, mis finanzas serían mucho mejor. He desperdiciado demasiado en tratamientos contra el cáncer.

—Futuro —fue lo único que logré decir.

—Exacto. Necesito… no. Necesitamos que dejes el vicio. Todo nos irá mejor, créeme.

Permanecí callado. Pensaba en todo lo que había sucedido y escuchado.

—Sé que necesitas tiempo para creerme, pero hay prisa. No me… perdón. No nos queda mucho tiempo. El médico me ha dicho que me puedo morir en cualquier momento.

—Supongamos que eres del futuro —dije—. ¿No habría sido mejor que viajaras al día en que comencé a fumar?

—Por supuesto. Sin embargo, la manera de viajar en el tiempo fue descubierta hoy, diez minutos atrás. Pronto, las noticias estarán repletas de reportajes de “viajeros temporales”. Sucede que uno no puede retroceder en el tiempo más allá de hoy, a la hora en que se hizo la primera prueba de la máquina.

—No entiendo nada de lo que me has dicho —confesé—. A propósito, ¿saben cómo viajar por el tiempo, pero no han encontrado una cura contra el cáncer?

—Es un mundo jodido, ¿qué esperas? No hay carros voladores tampoco.

—No parece ser gran cosa este futuro tuyo.

—Tiene sus ventajas. La vida es mucho más simple ahora. Será más simple, mejor dicho.

—Si tú lo dices… ¿Encontraron la cura para el sida?

—En diez años más, según recuerdo. Causó la segunda revolución sexual. Y, por supuesto, surgió otra enfermedad venérea con peores síntomas.

—Creo que no funcionará tu plan —confesé.

—¿Por qué no?

—Pues, ya no tendrías cáncer.

—Ya había contemplado eso. El experto temporal me explicó que al momento en que me vaya, tomarás… tomaré una decisión. Dejo de fumar o no.

—¿No te afectaría desde ya?

—No necesariamente. Al tomar esa decisión, la realidad se bifurcará. En una, llegaré a mi tiempo curado. En la otra, casi muerto.

—¿Y cómo sabes a cuál regresarás?

—En realidad, no comprendo la teoría muy bien. El experto me aseguró que regresaría a la que me corresponde.

—Oh, Dios. Lo más difícil de creer de todo esto es que seré tan pendejo a tu edad —dije, verdaderamente decepcionado de mí.

—Bueno, fue lo que me dijo…

—¡Coño! ¿Tantos años y no te das cuenta de cuándo alguien te dice lo que quieres oír? Me imagino que le pagaste por adelantado.

Permaneció callado mientras miraba al suelo.

—Idiota —dije.

—Oye, si dejas de fumar, nada de esto sería un problema.

—Es que si dejo de fumar, no tendré que viajar en el tiempo para tener esta conversación conmigo. Por tanto, seguiría fumando.

—No creo que entiendo.

—Tampoco estoy muy seguro, pero es como las tragedias griegas: al intentar cambiar tu destino, aseguraste que se cumpla.

—Pero, si no venía, también se cumpliría.

Al pensarlo, me di cuenta de que tenía razón también.

—Cierto, cierto —dije—. Parece que no importa qué haga, entonces.

—¡No! Hazme caso. Deja de fumar. Ya se me olvida cómo el experto me explicó, pero al momento tenía sentido. Confía en mí. En ti.

Permanecí en silencio. Mi futuro yo tenía toda la razón: tenía que dejar de fumar. Era algo que he sabido desde que comencé. Sin embargo, es lo más difícil que he tratado de hacer. Lo único en lo que siempre he fracasado.

—¡Oh, no! —dijo mi futuro yo, preocupado—. Siento como si me halaran. Creo que regresaré a mi tie…

Desapareció en ese instante, sin terminar la oración. Por suerte, nadie notó su desvanecimiento y evité tener que contestar preguntas bochornosas.

Salí del cafetín determinado a dejar mi vicio. Era lo mejor para mí. Podría respirar bien, despertar sin toser, saborear la comida, no fatigarme al subir las escaleras… Iba a mejorar mi salud. Decidí comenzar una rutina de ejercicios esa misma tarde.

Lo único que me daba pena era que no había podido disfrutar de un último cigarrillo. Me sentía como cuando una amante se deja sin una última revolcada.

Aunque…

No. No podía pensar en eso…

Podía comprar un último…

Tenía que pensar en mi salud.

¡La cajetilla que me había quitado! ¿Estaría allí aún?

Debía ser fuerte; no sucumbir.

Sólo me llevaría uno y ya. No más.

Uno y ya.

Entré otra vez al cafetín y sentí alivio al ver que la cajetilla no había regresado al futuro también. Abrí la caja y saqué un último tabaco. Salí y lo encendí. Llené mis pulmones por lo que sería la última vez. Disfrutaba de cada molécula carcinogénica.

Terminé de fumar en completa serenidad y emprendí mi camino otra vez. Luego, me detuve. Entré otra vez al cafetín y tomé la caja de cigarrillos, decidido de que mañana mi adicción sería cosa del pasado.

Fin

¿Pagarías por un buen cuento? Poco a poco, los artistas aprendemos a independizarnos de los métodos tradicionales de exposición y remuneración. Antes, para ganar algún tipo de compensación por un escrito, el autor tenía que venderle los derechos de publicación a una editorial o periódico. Es un método que aún funciona para autores reconocidos. Sin embargo, luego de leer experiencias de otros artistas en diferentes medios, he decidido experimentar con estos métodos alternos de compensación. Inmediatamente después del cuento, encontrarás un botón para dejar un donativo. Si deseas, haz clic y sigue las instrucciones provistas. Puedes utilizar una tarjeta de débito o crédito y «Paypal». No tiene que ser una cantidad grande.: desde .01 hasta lo que gustes. Si no, pues no pasa nada. Lee el cuento y compártelo con tus amigos si te gusta.


2010

Recuerdo cuando pensaba que el 2010 era el futuro, con robots, carros voladores y comida en pastillas. Sin embargo, los robots hoy día son algo feos, apenas hay suficiente petróleo barato para manejar los autos existentes y la comida es chatarra. Tiempos interesantes.

«Esa antigua tristeza» sale en primavera, según me han dicho (solo escribo la novela; no tengo mucho que ver con la publicación). Los mantendré informados según se me informe a mí.

Este año facilitaré la clase de «Historia y Teoría del Cuento»en la Universidad del Sagrado Corazón en Santurce. Comienzo la semana próxima.

El domingo subiré otro cuento a esta página. También escribo otro cuento con Santurtzi. Salen largos. No obstante, me deleita escribirlos. Tendrán que esperar hasta más tarde en el año para leer ese.

Tengo otros proyectos en mente, pero aún no los he formulado por completo.

Más luego.

Pronto…

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Tren liviano en San Juan

Costará $230 – $400 millones de dólares, sin contar los costos que ascenderán una vez comiencen a construir. El tramo sugerido tiene cerca de 5 millas (+/- 4.63). En Norfolk, Va., un proyecto semejante obtuvo un presupuesto de $232.1 millones (que ascendió por $55.9 millones recientemente). Sin embargo, el tramo de Norfolk será de 7.4 millas ($39 millones por milla). Si mi estimado es correcto, y admito que no he visto los planos de las rutas propuestas; sólo me dejé llevar por lo que dice la noticia, el tren de San Juan costará $46 millones por milla (utilicé el costo más bajo ($230 millones), según la noticia.

También preocupa el propósito del tren, según la noticia: llegar al Viejo San Juan. La concentración de tráfico en el casco antiguo es turístico, ya sea interno o externo. La planificación de un proyecto como este debería tener como misión el transporte de personas a su hogar, trabajo y lugares donde realizarán sus diligencias. En ese caso, podrían utilizar la vieja ruta de tranvía que utilizó Ubarri e incluir el Condado, la calle Loíza y Barrio Obrero. El error del Tren Urbano no se debe repetir: no hace falta otro paseo sin destinos útiles al ciudadano (Las estaciones de Martínez Nadal, Hato Rey, Cupey y San Francisco están cerca de absolutamente nada para un peatón).

Creo que hay que encontrar soluciones al problema de transportación pública de Puerto Rico y este sería un buen comienzo. Siempre y cuando los fondos públicos sean utilizados en el mejor interés del pueblo y no los contratistas y grandes intereses. A nosotros, los ciudadanos, nos tocará auditar toda gestión del Gobierno, en cual no se ha podido confiar por siglos.

Cuento: Hasta el amanecer

Hasta el amanecer

2009 © José Borges

Noto un barco de vela en el horizonte según recojo la última red del día. Me alegro de haber pescado dos colirrubias antes de regresar a puerto. No me preocupo mucho por el barco: de vez en cuando se ven embarcaciones camino a Norteamérica o Europa. Nunca paran aquí.

Apenas recuerdo cuando todo esto eran hoteles y condominios. No podías ver el mar a menos que vivieras justo en la costa. Sólo los ricos podían hacer eso. Ahora viven entre las montañas de la isla, al menos, los que se quedaron acá. Los demás huyeron tan pronto se les hizo posible.

He escuchado que ya no son tan ricos. Pero no sabría corroborar eso. Difícil encontrar transportación segura hacia el extranjero. El viaje es largo y abundan los piratas. De vez en cuando, encontramos los restos de sus víctimas mientras pescamos. En esos casos, trato de sepultarlos en tierra firme. Es lo más decente que puedo hacer. No me gustaría terminar como comida de algún pez. Es el ciclo de la vida, supongo. Y, a la verdad, la pesca ha sido muy buena estos últimos años.

Cuando era chico, no pescábamos nada del tamaño que vemos hoy. He escuchado que hay más gente que pesca, pero en cantidades menores. Sin barcos capaces de almacenar miles de pescados, el impacto ha disminuido. Al menos, así me lo han explicado. Mi padre recuerda muy bien la “Era del petróleo”. Me ha contado que todo el mundo tenía automóviles (había más autos que gente, según él). Se podía llegar a Europa en horas, en vez de semanas.

Recuerdo haber visto aviones cuando pequeño. Eran rápidos, mucho más que los dirigibles.

He pescado todo lo que iba pescar hoy. Tengo tres colirrubias, cuatro capitanes y mucha carnada para mañana. Marco el número de Marcelo para informarle de mi cargamento. Apenas eche el ancla en el puerto, habré vendido todo. Espero que al menos uno de los compradores me pague con arroz; hace tiempo que no lo como. Marcelo se quedará con su parte, por supuesto, pero el restante sería suficiente para el resto de la semana. Mi padre ya no come tanto. Creo que no le queda mucho tiempo.

Sería una pérdida grande para la comunidad. Para mí también, claro, pero los demás ciudadanos lo echarán de menos. Gracias a él, logramos sobrevivir un sinnúmero de crisis. Junto con diez amigos, logró repoblar lo que permaneció sobre agua del antiguo casco urbano. Antes, lo llamaban el “área metro”. Ahora es sólo La Ciudad. Hasta donde sabemos, no hay otra en la isla. Existen pequeñas comunidades, sí, pero ninguna tiene más de cien habitantes. La Ciudad cuenta con mil. Tenemos dos médicos y cinco “magos”. Llega gente de toda la isla en bicicleta, a caballo y hasta a pie para verlos. Los magos son muy solicitados. La gente sabe usar su teléfono móvil y su computadora, pero casi nadie sabe cómo funcionan. Hacen trueques con lo que sea para que los magos les arreglen sus equipos. Tampoco hay muchos médicos en la isla. Muchas veces, es muy tarde para los que vienen a verlos. Esperan demasiado para emprender el viaje. No los culpo: cualquiera lo piensa dos veces antes viajar. No tanto por la distancia, sino por los ladrones.

Los bandidos ya ni reconocen lo que es ser civilizado. Se esconden hasta que la presa fácil cruza sus caminos. Nadie sale de La Ciudad sin al menos cinco hombres armados que le sirvan de guardaespaldas. Por fortuna, contamos con varias armas de fuego. Casi nadie en la isla las posee. Además, las balas son escasas. Creo que tenemos el único armero en la isla o, por lo menos, el único que sabe fabricar municiones. No es decir que los bandidos atacan con manos vacías: aún se puede conseguir un machete en la isla. También ha habido casos en que han utilizado flechas. Si tan sólo utilizaran su ingenuidad para el bien de todos…

Es la única manera de sobrevivir. Algunas personas, los viejos especialmente, añoran los tiempos de antes. Pero, según me han contado, nosotros vivimos mejor. Mi padre siempre dice que las inundaciones y el fin del petróleo fue lo mejor que nos pudo pasar. Aunque hay cosas que extraña también, como la facilidad de viajar por el mundo. Aún añora una oportunidad para volver a Italia.

Marcelo me espera en el puerto y me da la buena noticia:

—Una de esas colirrubias te ha traído dos libras de arroz —me dice, mientras me ayuda a bajar mi cargamento.

—¿Cómo les fue a los demás? —pregunto. Siempre me gusta saber cómo me comparo con los demás pescadores.

—Tito y Víctor trajeron buena pesca. Carla llamó, pero no ha llegado aún. Me preocupa, porque llamó antes que tú.

—¿Sabes adónde se tiró?

—Noroeste.

—Bueno, el viento no la favorece. Debe ser por eso.

—Espero que sí —responde Marcelo, preocupado. Carla es su compañera de más de tres años. No hay un día en que no se preocupe por ella. Lo cómico es que Carla es muy capaz de defenderse. Más que Marcelo… Aún recuerdo el día que le rompió la nariz a Víctor. Aún a la mitad del siglo veintiuno es difícil no encontrarse con un poco de machismo, especialmente entre pescadores.

—¿Por qué no la llamas?

—La última vez que hice eso, dejó de hablarme por una semana. Tú sabes cómo es.

—Cierto. Voy a casa. Me llamas cuando llegue Carla.

A mi padre siempre le ha sorprendido que todo el mundo posea un teléfono móvil. Cuando comenzaron las crisis mayores, pensó que sería el final de la era informática. Pero no fue así: todos tenemos una computadora o un teléfono celular, o ambos. Tengo amigos alrededor del mundo que con toda probabilidad jamás lograré ver. El mundo es grande y chico a la vez.

Mientras ato mis dos libras de arroz a la bicicleta, me doy cuenta de que el barco en el horizonte aún está a la vista. Se ve más grande. Es obvio que se acerca a puerto. Hace cuatro años desde la última vez que una embarcación llegó a La Ciudad. Es más fácil llegar por dirigible.

—¿Sabes algo de eso? —le pregunto a Marcelo apuntando a la nave.

—No. ¿Será algún navío en peligro?

—¿Quién sabe? A ese paso, le falta un par de horas antes de que llegue.

—Enviaré un mensaje global a ver si alguien sabe de qué se trata.

El mensaje de Marcelo recorrería el mundo en minutos. Si alguien sabía de la embarcación, le contestarían. Por alguna razón, no creo que recibirá respuesta.

Me monto en la bicicleta y comienzo el viaje de siete minutos a mi casa. Mi padre me ha contado que, en su época, casi todo el mundo era gordo porque no hacían ejercicio y comían mucha “porquería”. No sé cómo se puede comer porquerías, en realidad. Mi padre dice que tenía que ver con lo que usaban para confeccionar los alimentos.

Encuentro a mi padre acostado en la hamaca del patio.

—¿Cómo te fue? —me pregunta, aún con los ojos cerrados.

—Bien. Conseguí arroz.

—¡Al fin! Una de las gallinas dejó de poner huevos, así que podemos hacer un arroz con pollo.

Dejar de poner huevos era una sentencia de muerte para las gallinas en nuestra casa. Había veces que, al mencionar su destino, la gallina comenzaba a producir otra vez, pero no fue el caso de hoy. La agarro por la cabeza y le tuerzo el cuello. Media hora después le estamos arrancando las plumas después de haberla hervido en la olla. Estamos a mitad del desplume y suena mi celular.

—Tenemos un problema serio —dice Marcelo—. Es un barco pirata.

—¿Buscan refugio? —a veces hacían eso, pero nunca lo obtenían. No se puede auspiciar ese tipo de conducta, por más humanitario que queramos ser.

—Sí. Capturaron a Carla. Dicen que no la soltarán, a menos que los dejemos reabastecerse —puedo notar la voz de Marcelo a punto de quebrarse.

—¿Estás seguro de que tienen a Carla?

—La vi. Le han hecho daño… —oigo a Marcelo tratar de ocultar un llanto. Hago como si no lo hubiese escuchado.

—Diles que nos comunicaremos con ellos pronto. Se lo diré a Papá.

Aún enfermo como está, mi padre tiene una mente muy ágil para cualquier crisis. No es que sea un líder porque mande mucho, sino que sabe cómo motivar a la gente para que hagan lo que mejor puedan. Muchas veces, lo logra con sólo una mirada. Los otros viejos dicen que habría sido tremendo político. Según lo que he leído acerca de ellos, no creo: mi padre no es dado a mentir y menos, a robar.

Le cuento lo que ha sucedido y me ordena que convoque una reunión con los demás. Mi padre, en cierta forma, es el líder de La Ciudad, pero forma parte de los Siete. Su voz es importante, pero no sobrepasa la autoridad de los demás miembros. La mayoría de ellos son los que primero decidieron repoblar La Ciudad. Eran diez al principio, pero cuatro de ellos no quisieron la responsabilidad de ser líder. Entre ellos, mi padre era uno de los que rechazó el cargo. Sólo aceptó cuando estuvo seguro de que nadie tendría más potestad en el grupo. Fue lo mejor que pudo haberle pasado a La Ciudad. Mi padre me ha dicho muchas veces que los que deben estar al mando son los que menos quieran hacerlo. Varias veces me ha dicho que yo sería un candidato ideal para los Siete, pero me niego a tener tanta responsabilidad.

Como es una emergencia, la reunión comienza de inmediato en nuestra casa. El arroz con pollo tendrá que esperar hasta mañana, si es que estamos vivos para cocinar.

Los piratas son un peligro terrible, peores que los bandidos. Parece que, como están en alta mar por tanto tiempo, se convierten en verdaderos salvajes. Sabemos que hay que actuar rápido. Nadie quiere pensar en lo que le habrán hecho o le que le harán a Carla; Marcelo menos que nadie. Lo único que separa a los piratas de los animales es la habilidad de navegar un barco.

—No podemos dejar que salgan de la nave —dice mi padre. Todo el mundo asiente, ya sea con la cabeza o con un murmullo. Todos sabemos que hay que guardar silencio en este tipo de reunión.

—¿Y Carla? —pregunta Sigfredo, uno de los Siete. Noto que Marcelo esperaba a que alguien hiciera esa pregunta.

Los Siete se miran entre sí, sin decir nada.

—Tenemos que hacer lo que nos beneficie más. Si dejamos que toquen pie en La Ciudad, nos arriesgamos a que acaben con nosotros. ¿Quién sabe qué tipo de armamento poseen estos hijos de puta? —dice mi padre.

Regresan los murmullos. Marcelo se sienta en el piso y se abraza las rodillas. Llora, pero nadie se atreve a acercársele.

—Carla comprenderá lo que tenemos que hacer. Haremos lo posible para salvarla de ellos —dice mi padre—. Tengo un plan de acción.

Es un plan sencillo y recibe la aceptación de los Siete de inmediato. Alguien manda a dos hombres a que se lleven a Marcelo a su casa. Hasta él comprende que su presencia podría echar a perder todo. Asiente sin palabra.

Mi padre habla conmigo en privado. Me ha escogido para la parte clave del plan. Me sugiere maneras de pensar para que no interfieran mis emociones en lo que debo hacer y me recuerda lo importante que es mi participación.

No siento orgullo. En realidad, odio lo que me han mandado a hacer. Pero sé por qué me han escogido. Tengo la mejor puntería en La Ciudad y no hay margen para errar. Voy adonde se ha determinado que sería la mejor posición para mi tiro. Sé que sólo tendré una oportunidad.

Veo a mi padre pararse en el muelle para dialogar con los piratas. A través de la mira telescópica de mi rifle, puedo ver el rostro del capitán. Tiene el cabello largo y una barba inmensa, ambos quemados por el sol. No usa camisa y su pantalón está casi destrozado. Su piel parece cuero.

—Queremos que nos enseñes tu rehén —la voz de mi padre retumba por el muelle a través del altoparlante de mano.

—Ya la enseñamos —responde el capitán con su propio altoparlante. Son herramientas indispensables en alta mar.

—Queremos saber si aún vive. ¿Cómo sabremos si ustedes no la han matado ya?

—Sólo queremos un poco de comida a cambio de ella. Luego, nos marcharemos.

De Marcelo haber estado presente, habría suplicado de rodillas para que mi padre aceptara la oferta. No tendría efecto, pero haría el trabajo más difícil para todos.

—¡Enséñamela!

El capitán hace un gesto con la mano derecha hacia algún tripulante que no puedo ver. En unos segundos, veo un hombre calvo, con piel como cuero, llevar a Carla del brazo hasta donde está el capitán. La agarra por el otro brazo y la empuja levemente hacia el frente para que mi padre pueda verla.

A través de la mira, puedo observar que por lo menos la han abatido a golpes. Supongo que no fue fácil capturarla.

Carla aprovecha el empujón para voltearse hacia mí. Aguanto la respiración por un momento y apenas me doy cuenta de que he apretado el gatillo. Es un tiro justo: logro ver el punto color rojo en el lado izquierdo del pecho de Carla antes de que su cuerpo se desplome.

El sonido del disparo hace que los piratas se tiren a la cubierta del barco. Ruego por que uno de ellos se atreva a asomarse para ponerle un pedazo de plomo entre los ojos, pero son demasiado astutos.

—¡Son unos verdaderos cabrones! —dice el capitán. En unos minutos, logran alzar ancla y zarpan a alta mar otra vez. Una vez seguros de que están fuera de alcance, echan por la borda el cuerpo de Carla.

Suelto mi arma y me monto en mi pequeño velero. Por suerte, logro llegar al cadáver antes de que se pierda en el mar. Marcelo no habría querido que su amada se convirtiera en comida para los peces.

Llego y noto que La Ciudad está desanimada. Aunque nos deshicimos de la amenaza de los piratas, nadie se siente como si hubiéramos ganado algo.

Cuando llego a casa de Marcelo, lo encuentro tirado en el suelo de su sala. Su llanto muestra una mezcla de tristeza y rabia. No sé qué decirle. Sólo lo miro.

—¿Tú lo hiciste? —tiene los ojos rojos y líquido transparente le sale de la nariz. Jamás lo he visto así.

Asiento con la cabeza. No me atrevo a hablar.

—¡AAAAAAAAA! —grita Marcelo y entierra su cabeza entre sus brazos.

Me siento en el piso al lado de él y lo abrazo.

—Marcelo —le digo en voz baja al oído—, ella sabía. Se viró de tal manera para que fuese más fácil dispararle en el corazón. Era su única opción.

Marcelo sólo llora. Lo miro por unos instantes y me conmueve. Nos quedamos el resto de la noche sentados en el piso de la sala hasta el amanecer.

Fin


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