Cuento: Realidad

Este cuento fue escrito el año pasado, para más o menos esta fecha. Fue el ejercicio final de la clase de Taller I con Luis López Nieves. Recuerdo que había escrito siete páginas el día antes de la fecha de entrega y cambié el cuento después. El día en que me tocaba entregar, me dio con cambiar la voz narrativa de tercera persona a primera persona. Al final encontrarán otros datos acerca del cuento… así no daño ninguna sorpresa… Por cierto, este fue el que leí en Café Berlín el viernes 18 de noviembre.

Realidad

No sé qué ocurre. Siento algo caliente en mi mano y un sabor a cobre en la boca, pero me pierdo en los ojos de Cristal, como siempre. He jurado protegerla desde la primera vez que la vi.

Está asustada. Nunca la he visto así. Preocupado, comienzo a temblar. ¿Cuál será la causa de su temor? Miro al piso, detrás de mí. En un charco de sangre, veo un hombre bocabajo, sufriendo convulsiones. La garganta parece un tubo roto, derramando líquido rojo por todo el piso. Es un hombre delgado, vestido a la moda. Parece un actor o cantante.

Oigo el llanto de Cristal y me pongo más nervioso. No puedo verla así. El maquillaje le corre. Parece un payaso triste.

Las convulsiones del hombre disminuyen hasta parar. Creo que está muerto. Trato de evitar estar parado en el charco de sangre, pero es demasiado tarde. Hasta el ruedo de mi mahón está entripado.

Agarro a Cristal por el brazo para huir de allí. Pinto de rojo su piel blanca. Es un contraste bonito, a pesar de todo. Me doy cuenta del calor que siento en la mano: es sangre. Me rebusco de arriba abajo esperando encontrarme una herida grave. Nada. La sangre no es mía.

Halo su cuerpo hacía mí y corremos a la puerta. Ella no toca el piso; la cargo hasta la calle.

Hasta ese momento no me había dado cuenta de dónde estábamos. Es la barra del vecindario donde Cristal trabaja de mesera. No sé cómo no la reconocí. No hay tiempo para pensar en eso. Ésta sigue gritando y la gente nos mira.

No sé dónde ir. Los nervios, supongo, no me dejan pensar. Sus gritos impiden mi concentración. Me doy en la cabeza con el puño libre para despejarla.

Cristal por fin se calla, pero ahora parece tener más miedo. No sé por qué; estoy aquí para socorrerla. Corre detrás de mí, arrastrada por mi mano sangrienta. Nos dirigimos a la estación del tren, a tres cuadras de aquí.

No he planificado nada excepto escapar antes que lleguen los guardias. En camino trato de recordar qué pasó. Es como un sueño. Tengo dos o tres imágenes sin detalles pero no las puedo poner en secuencia.

Veo a Cristal besarme y alguien agarrarla, pero no puedo ver quién ni cómo. También recuerdo mi ojo temblar, pero no cuándo. Quiero estar equivocado. El ojo me tiembla cuando estoy lleno de rabia. No pienso lo que hago hasta calmarme.

Llegamos a la estación sin percance, pero agotados. A ella sólo se le nota terror en el rostro. El escote me permite verle los senos palpitar. La piel es suave y blanca. Quiero plantar mi boca allí, besarla por horas. Reprimo el deseo. Hay cosas urgentes para atender.

En lo que llega el tren, trato de calmarla. Le digo que está a salvo, que aquel hombre no le puede hacer más daño. No sé qué le había hecho, pero eso no importa. Sólo respira más ligero…

Le ofrezco un cigarrillo, pero no muestra interés por fumar. La pobre está demasiado alterada. Enciendo uno para mí. Aspiro el humo y lo siento bajar por la tráquea. Saboreo el tabaco. Sabe extraño: humo mezclado con cobre. Me doy cuenta por qué al sacudir la ceniza. El filtro está lleno de sangre. ¿De mi boca? No me duele nada. No puedo imaginar cómo me cayó tanta sangre ahí.

Busco una fuente de agua para enjuagarme. A mitad de buche noto a Cristal tratando de irse sin yo darme cuenta.

-No te vayas –digo-. Estás a salvo conmigo. No voy a dejar que nada te pase, amor.

Queda paralizada al oírme. Me da pena su desorientación. Tiene que estar en un estado de pánico. No la culpo.

Le digo que se acerque a la fuente para poder limpiarle la sangre que ya se le coagula en el brazo. Se acerca despacio, con miedo. Parece una gatita llena de desconfianza. Insisto.

Al fin se acerca, pero tiembla mientras le limpio el brazo. Me encanta tocarla, pasarle la mano. Es tan suave…

Comienza a sollozar. No sé cómo tranquilizarla.

-Vamos… -digo-. Tranquila… Ya pasó –me acerco para darle un beso en la mejilla. Emite un gemido. Está petrificada.

-Por favor… no me mates… -un suplicio absurdo.

Me hace reír la súplica. ¡Qué ironía! Estoy aquí para protegerla.

-Te amo, Cristal. No tienes nada que temer…

-Pero, ¡Mataste a Franco! –más lágrimas. Le da un ataque de nervios. Apenas parece poder respirar. Me preocupa su estado emocional.

La abrazo. Quiero consolarla, pero tiembla aun más entre mis brazos. ¿Qué más hago?

-¿Qué te hizo ese hombre? No recuerdo… Me confundo a veces, ¿sabes? -se me ocurre otra pregunta-. ¿Cómo conoces su nombre?

Se aparta de mí. Su carácter cambia. Parece enojada. Me siento incómodo. Quiero que el tren llegue ya. En la distancia oigo las sirenas de la policía.

-¡Estás loco! –se vira para irse, pero la detengo, agarrándola por el brazo.

-¿Por qué dices eso? –me hace sentir mal. No entiendo por qué diría algo así. ¡Qué malagradecida!

-¡Suéltame! –Trata de zafarse, sin efecto-. ¡Mataste al pobre Franco! ¡Cabrón!

Estoy confundido. ¿Pobre Franco? Imágenes vuelan por mi cabeza. Recuerdo el beso… y no es mío. Veo a Franco pegado a la boca de Cristal, la mano cerca de las nalgas.

-Besaste al hombre… -estoy gago. El ojo derecho me empieza a temblar. Las sirenas se oyen más cerca y el tren no llega. Quiero huir.

-Era mi novio… ¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué? –cae de rodillas al piso, gimiendo.

No me ama. No comprende mi amor. La vista se me nubla, como si se me llenara de lágrimas, pero no son ganas de llorar. El ojo me tiembla más. Las sirenas están bien cerca. El tren no llega y el mundo se ve color rojo, como la sangre que hierve en mi cabeza.

No sé qué día es. Estoy en una cárcel. Me dicen que pronto me ejecutarán. Me quedan horas. Un cura me pregunta si me arrepiento de lo que he hecho, que Dios me perdona.

-¿Arrepentirme de qué? –estoy bien confundido por todo-. ¿Qué hice?

El cura sólo baja la cabeza. Él parece estar arrepentido, pero no sé por qué.

Un guardia me pregunta si en verdad no recuerdo lo que hice. Le contesto que no. Me mira incrédulo y me da un álbum lleno de recortes de periódico enviado por alguien. No sé quién.

No puedo creer lo que leo. Son noticias de lo que pasó con Cristal pero, ¡llenas de errores! Franco novio de Cristal, yo un desconocido que la había perseguido por meses. Y que había desgarrado la garganta a Franco con los dientes en una furia de celos. ¡Mentiras!

Lo más absurdo: ¡Le había partido el cuello a Cristal antes que la policía me atrapara! ¡Es una conspiración! ¡Jamás le haría daño a Cristal!

La lectura me afecta. Empiezo a ver la celda borrosa y el ojo derecho me tiembla otra vez. Estoy viendo rojo cuando llega el guardia. Oigo un pequeño escape de aire y siento algo como una aguja en el pecho. Me mareo y caigo al piso. Siento mi cabeza rebotar contra la loza, pero no me duele. Lo último que oigo es un guardia:

-¿Disparo otro dardo?

Ahora estoy amarrado a una camilla. Es un cuarto pintado de verde con una ventana de cristal que enseña una multitud de personas sentadas, observándome. Hay algunos muy serios, otros llorando. Veo una mujer que se parece a Cristal, pero más vieja. No para de llorar. Un reloj encima de ellos marca la hora: falta un minuto para las doce. No puedo descifrar si es mediodía o medianoche.

Siento una picada en el brazo derecho. Miro y veo una aguja enterrada en la vena con un tubo que corre desde mi brazo hasta la pared, donde desaparece a otro cuarto.

Oigo a un guardia hablar, pero hasta ahora no había escuchado lo que dice:
-…y que Dios tenga misericordia de tu alma –dice y cabecea, dando una señal.
Veo un líquido transparente llegar por el tubo a mi brazo y siento una corriente por las venas. Empiezo a ver nublado otra vez, pero el ojo no me tiembla. Me duele el pecho y de repente estoy ciego. No tengo miedo. Creo que pronto volveré a ver a Cristal.

FIN


La idea de este cuento surge a través de dos canciones: «25 minutes» de Johnny Cash y «Dead Man» de Pearl Jam. Quería escribir algo con alguien condenado a muerte y su arrepentimiento. Esa historia duró 7 páginas, hasta que me dio con que se parecía demasiado a «The Green Mile». Se me ocurrió escribir lo que han leído. Después pensé que sería mejor tratar de engañar a los lectores y cambié todo a primera persona. Al final, se supone que el lector sepa que el narrador está mal de la cabeza. Espero que lo hayan disfrutado.

El Salón de la Fama de los Juguetes

Dando saltos por el internet, encontré una noticia que leía: «Caja de cartón es ingresada al Salón de la Fama de los Juguetes». No sé cuan cierto sea, ya que el enlace a la noticia no funciona al momento de escribir esto, pero aún si es falso, pienso que tiene más sentido que todas las noticias «verdaderas» que he leído en buen tiempo.Recuerdo que una caja de cartón grande y vacía rendía para horas de diversión. Podía ser la nave espacial «Westinghouse» o el barco «JVC» o… cualquier cosa. El único límite era la imaginación. Sólo tenía un defecto; se descomponía en varias horas.

Aún con tantos juegos de video, me atrevo a apostar que debe ser igual de valiosa para los niños de hoy en día… tal vez más. Creo que son pocos los juguetes que alimentan a la imaginación de tal manera.

Sin duda, el juguete que más recuerdo es uno inusual. Era una montaña de bloques de cemento (era para alguna construcción en la casa que se aplazó por meses) que nosotros usabamos como nave espacial. Colocábamos los bloques de tal manera para poder crear estaciones. Era una mezcla de Star Trek con Captain Harlock (esta seríe tiene un nombre distinto en castellano, pero no recuerdo cuál es… trataba de una nave espacial en forma de un barco de guerra), y pasábamos horas allí, hasta entrada la noche.

Cuando más grande, mi juego preferido era uno de rol llamado Dungeons & Dragons. Lo jugué hasta mi último año de escuela superior. Como era el Dungeon Master o DM (piensa arbitro, con otras responsabilidades adicionales) me tocaba crear el lugar, personajes y situaciones por las cuales los personajes (hoy en día les llaman Avatars) se enfrentaban. Pero poco a poco se me hizo más difícil conseguir personas interesadas en jugar. La computadora suplantó a mis compañeros de juego. A la vez, quería experimentar usar uno de los personajes, ya que siempre me tocaba ser el DM (era el único que conocía las reglas del juego).

A todo esto, no logro comprender cómo las compañías que fabrican juguetes sacan las porquerías que insisten en producir. Tanta investigación y mercadeo, y de todas formas inundan las tiendas con juguetes que un niño jamás quisiera. Por ejemplo, ¿quien diablos quisiera una figura de Batman con un uniforme ¡amarillo! y negro? Hasta el niño más pequeño sabe que debe ser gris y negro (o azul oscuro)… ese es el que niño quiere, no el otro que compraste a última hora para salir del paso. Es como regalar un libro: tienes que saber el gusto de la persona a la que le regalas y cierto conocimiento de lo que regalas, porque si no terminas con un acumulador de polvo… o un juguete olvidado. O peor; un juguete inolvidable por lo desacertado que es.

Un escrito en la página de Yolanda Arroyo

Un escrito en la página de Yolanda Arroyo

Soy el escritor invitado de esta semana. Vayan y léanlo. Yolanda ha escrito un libro de cuentos, Origami de letras y una novela, Los documentados. Además, es una de las mejores personas que he tenido el honor de conocer. Así que, vayan a su hogar virtual y les dicen que yo los envíe.

PD- Los domingos no tienen el mismo significado cuando uno está desempleado… jeje.

Arte imita vida

Interesante como el arte imita la vida. Unos días atrás, publiqué un cuento que usé como ejercicio para una de las clases. En el cuento, el protagonista pierde el trabajo y… hace algo (léanlo).Ayer, me dejaron saber que mi posición sería eliminada a partir del 11 de noviembre… hasta ahí llega el paralelo entre mi cuento y mi vida, ya que no haré algo…(en verdad, lean el cuento). Me siento casi aliviado, después de todo (aunque, eso es ahora… ya veremos cuán aliviado me siento el 12 de noviembre). Más tiempo para escribir.

Me ha puesto a pensar: ¿Qué pasaría si la vida decidiera imitar mis cuentos? En sí, es buen tema para un cuento…

Un amigo, al contarle, me preguntó «¿Qué vas a hacer?». La respuesta fue cómica, pero honesta, como la mejor comedia: «Buscar trabajo». «Ahora tengo la oportunidad de buscar un empleo más cercano a lo que me apasiona» -continué- «la literatura. Por ejemplo, puedo conseguir una posición como conserje de una biblioteca».

Así que, si me ven barriendo el piso de una biblioteca, o pasando la aspiradora en una librería, sepan que estoy contento, aunque pelado. (Sonrisa)

Seguiré informando (y más a menudo, ya que tendré más tiempo).

La importancia absoluta de seguir la cadena de mando


Cuento fantástico para el Taller de Narrativa.

Unas de las ventajas del internet es que puedo publicar mi cuento por aquí para que el resto de la clase de taller pueda leerlo. Así, no hay excusas… espero. Sin más les dejo este cuento:

La importancia absoluta de seguir la cadena de mando

El General Lowell colocó la mano derecha en el lector de huellas digitales y esperó a que una luz verde indicara su aprobación. Miró a un ojo electrónico que leyó su iris, y la puerta enorme de acero macizo abrió. Examinó las paredes de concreto reforzado, capaces de aguantar una explosión atómica. Era uno de los lugares más impenetrables en el planeta. Él mismo había ordenado su construcción. Hasta los soldados que limpiaban la instalación estaban armados y adiestrados para ser máquinas de muerte.

Sacó un cigarro del bolsillo izquierdo de su uniforme y lo encendió al entrar. Se fijó en el letrero blanco con letras rojas que decía “No fumar”. Ordenó un cenicero al sargento con el apellido “Rodríguez” escrito en letras negras en el bolsillo de la camisa. Sin mediar palabra, Rodríguez arrimó la escoba contra la pared, hizo el saludo militar y se dispuso a cumplir la orden.

El humo invadió el aire estéril de la instalación y el olor llenó el Centro de Investigación y Desarrollo. Era un lugar pequeño en comparación con otras bases semejantes. Consistía de sólo tres cuartos; el Centro de Control, residido por instrumentos de análisis de funcionamiento; la Sala de Pruebas donde …umm… qué escribo…¡ah! Ya sé… se llevaban a cabo los experimentos y demostraciones; y la Sala de Observación donde una pared de cristal a prueba de balas permitía ver lo que sucedía en la Sala de Pruebas, donde el general fumaba en espera del administrador.

Era un cuarto inmaculado, con paredes blancas y pisos impecables. Rodríguez se apresuró a colocar el cenicero cerca del general y continuó barriendo el piso.

Se escuchó gritar a una mujer desde el Centro de Control:

-¿Quién fuma?

La dueña de la voz salió del cuarto adyacente Caminaba de manera rápida y agitada. Calló al ver al general parado en medio de la sala de observación.

-Doctora Lachouque –dijo el general, mientras disfrutaba del tabaco.

-¡General! ¡No sabía que venía hoy!

-No sería una inspección secreta si le advierto, ¿no cree? –dijo el general, sin emoción.

La doctora Lachouque asintió con la cabeza. Comenzó a batir el humo frente a la cara con la mano derecha.

-General, el humo del cigarro puede afectar los instrumentos de evaluación. Las pruebas de hoy no serían válidas…

-Vine a examinar el proyecto con mis ojos. No me importa lo que digan los instrumentos –apuntó con el cigarro hacia el centro de control.

La doctora miró al techo y encogió los hombros.

-¿Cómo le ayudo, entonces?

-Quiero ver lo que han desarrollado aquí, sin mi aprobación –el general posó la mirada en los ojos de la doctora.

-General, sólo llevamos acabo la directriz. Nuestras órdenes consisten en desarrollar al soldado ideal. Eso mismo es lo que hemos hecho –respondió la doctora, sin apartar la mirada.

-Desarrolló su versión del soldado ideal, no la mía. Evitó mi escrutinio a través de la burocracia, pero debió saber que me daría cuenta tarde o temprano – el duelo de miradas continuó.

-Esto se produce en nombre del pueblo, no el suyo.

-La directriz fue mía. Hago lo necesario para el bien de la nación. Quiero ver lo qué han logrado. Ahora.

Concluyó la discusión y el duelo, cada uno convencido de su victoria.

-Sargento Rodríguez, vamos a hacer las pruebas diagnósticas. Traiga al teniente Bolívar, por favor –dijo la doctora Lachouque.

Rodríguez salió en silencio. El general Lowell permaneció parado en el mismo lugar, mientras la doctora preparaba la Sala de Pruebas. Ambos se ignoraban.

En menos de diez minutos, entró el teniente, seguido por Rodríguez.

-General Lowell, le presento al teniente Bolívar –dijo la doctora, aludiendo al recién llegado, un hombre alto y corpulento.

-Es un placer, mi general –dijo Bolívar con el saludo militar. La mirada recorría el salón como en búsqueda de algo. El general devolvió el saludo y asintió con la cabeza.

-El teniente Bolívar logró las mejores calificaciones en la Academia. Es un atleta y estratega natural, de una inteligencia sobre lo normal –la doctora Lachouque no pudo ocultar su orgullo-. Hemos ajustado sus reflejos a través de un proceso nanotecnológico que a la vez aumenta su fuerza y la densidad de su piel.

-¿Proceso nanotecnológico? –preguntó el general.

La doctora no pudo ocultar una sonrisa.

-Sí –contestó-. Construimos unas máquinas de tamaño subatómico, llamadas nanites, y las inyectamos al cuerpo del teniente con el propósito de reconstruir las células de acuerdo a nuestras especificaciones. Bolívar tiene la fuerza de diez hombres, los reflejos más rápidos que haya visto y la densidad de su piel resiste el impacto de las balas.

-Comience la prueba –fue la única respuesta del general. …dos o tres pruebas para demostrar la superioridad de Bolívar y llego al final…

Bolívar partió hacia la sala de pruebas de inmediato. El general Lowell y la doctora Lachouque observaban a través del cristal. Rodríguez continuó barriendo el piso. Pascual se situó al lado y detrás de la doctora, curioso por ver lo que iba a ocurrir. …¿Pascual? Él es de otro cuento. ¿Qué hace aquí? Borrar esa oración…

Pascual se situó al lado y detrás de la doctora, curioso por ver lo que iba a ocurrir. Pascual se situó al lado y detrás de la doctora, curioso por ver lo que iba a ocurrir. Pascual se situó al lado y detrás de la doctora, curioso por ver lo que iba a ocurrir. …Aparece cada vez que la borro… Ahora se me adelantó…

-Quiero ver qué pasa –dijo Pascual.

…No perteneces aquí… Vas en el de amores frágiles… Vete, por favor. Interrumpes el cuento…

Ni has comenzado a escribirlo. Estoy aburrido. Déjame ver lo que pasa. Te prometo que no interrumpo.

No. Regresa a mi cabeza. No tengo tiempo para discutir contigo. ¡Vamos!…

-Pero… -…¡Vete!…-. Eres un desconsiderado, ¿sabes? Me voy, pero no esperes que coopere contigo cuando vayas a escribir el otro cuento. ¡Estúpido!

Bolívar se ajustó un casco y sacó el puño izquierdo con el dedo pulgar hacia arriba. Estaba listo. La doctora Lachouque apretó un botón en la consola y dio la orden de inicio.

Un pelotón de soldados, armados con ametralladoras, invadió la sala de pruebas. En segundos montaron un ataque en contra de Bolívar. El teniente saltó dos metros por encima del soldado más cercano, lo desarmó con una patada y agarró el arma. Con el cabo del rifle, incapacitó al soldado con un golpe en la cabeza. Se viró y disparó hacía el resto del pelotón. Con una puntería precisa, imposible, acertó al alcanzar a balazos las armas que los demás soldados apuntaban hacia él. En poco tiempo, entre puños y patadas, había vencido al pelotón.

La doctora Lachoque verificó la pantalla en la consola que transmitía los resultados de la prueba según ocurrían.

-Ni un rasguño –comentó la doctora. Al ver el rostro confundido del general, explicó-. Los nanites también transmiten el estado del cuerpo. El teniente jamás se podría esconder de nosotros, ya que su localización y condición serían transmitidas por los nanites.

El general asintió, satisfecho con la explicación.

Las pruebas continuaron. El teniente demostró su fuerza: alzó vehículos de dos toneladas, brincó paredes de diez metros de alto, y simuló la infiltración a una base.

La doctora sonrió y dijo:

-Con diez como él, no habría ejército que no pudiéramos vencer.

-Eso parece –dijo el general-. Llámelo acá otra vez.

La doctora accedió. En unos minutos el teniente Bolívar entró a la sala de observación, casco en mano.

-Es como un superhéroe –comentó Pascual-. Puedes escribir un libreto para Hollywood con eso. No sé si funciona para un cuento. …¿Qué haces aquí? ¡Te dije que te fueras! ¡Voy a escribir el final! ¡Vete, vete, vete!…

-Nada más veía la prueba de Manuel. Bueno, tú lo llamas por su apellido, Bolívar, pero creo que ni sabes su nombre. ¿A qué no sabías que tiene un hijo de cinco años? Lo mucho que lo quiere… es un hombre bien amistoso. Hablé con él mientras explicabas lo de los, ¿nanites? ¿Vas a escribir las aventuras del Súper Soldado? … ¡Cállate ya! ¡No, no voy a escribir ningunas aventuras! ¡El cuento acaba ya mismo! Pascual, por favor, te ruego que te vayas antes de dañar el cuento más de lo que has hecho. ¡Nadie va a entender esto!…

-¡Ay, perdón! Ya me voy, ¿ok?

-¿Por qué necesita el casco? ¿No es a prueba de balas? –preguntó el general Lowell.

-No queríamos interferir con su mente –respondió la doctora Lachouque-. Aún no sabemos cómo funciona el cerebro humano. Temíamos causarle daños irreversibles al interferir de alguna manera en su cabeza. Por eso, además de conseguir a alguien capacitado físicamente, insistimos en que el candidato tuviera un nivel de inteligencia mayor.

La doctora sonrió con Bolívar, llena de admiración.

-¿Estos dos son amantes? Porque parece que estás a punto de escribir una escena erótica. Bueno, para un libreto de Hollywood, es necesario, supongo. Este Manuel se lo tenía calladito…¡Pascual! ¡Ya! ¡No me hagas advertirte otra vez!…

-Está bien… perdóname… es que estoy aburrido. Me voy.

-Jum. Teniente Bolívar, estoy muy impresionado con sus habilidades –dijo el general.

-Gracias, mi general.

-Ahora, mate a la doctora Lachouque –dijo el general, impasible.

La orden sorprendió a Bolívar, la doctora suspiró y hasta Rodríguez paró de barrer.

-¿Cómo? ¿Pe- pero, ¿por qué? –las palabras se trababan en la lengua del teniente.

-Ya me oyó –recalcó el general Lowell, sin emoción.

-¡Es que no hay razón! ¡No tiene sentido! –exclamó Bolívar.

-¡Bah! ¡Rodríguez! –gritó el general-. ¡Mate al teniente!

Sin emitir una palabra, en un instante, el sargento Rodríguez desenfundó su pistola, apuntó a la cabeza de Bolívar y disparó. El teniente apenas tuvo tiempo de mirar a Rodríguez, cuando un hoyo color rojo se dibujó en su frente y el cerebro evacuó por la parte de atrás de la cabeza. Pasaron cuatro segundos, antes de que el cuerpo del teniente se desplomara. La pared blanca quedó manchada con sangre, pedazos blancos de cerebro y huesos de cráneo.

El general, todavía sin emoción, se viró hacía la doctora, que gritaba presa del pánico, y dijo:

-Mejor consígame a cien como Rodríguez, que a diez como éste –apuntó al cadáver del teniente con repugnancia. Entonces se viró y comenzó a caminar hacia la salida.

-¡Mataste a Manuel! ¿Por qué? …Pascual… ¡Era tan noble! ¡Dejas a su hijo huérfano! …Pascual, basta. Te dije que te fueras. No hagas repetirme. Ya mismo termino el cuento y podemos trabajar con el tuyo…¿Para qué? ¿Para que me mates también? ¡O peor! …Vete, Pascual. Quiero terminar esto ya. No vuelvo a decirlo…¡Es que siempre haces lo mismo! ¡Matas al protagonista, o se vuelve loco, o lo violan! ¡No quiero terminar así! …Pascual, ya me cansé. Te advertí…

De momento, el general se dirigió a Rodríguez, que había reanudado la limpieza del cuarto.

-Rodríguez, -dijo el general- Mate a Pascual.

-¿Qué? ¡No, no! ¡Me voy, me v-!

En silencio, Rodríguez desenfundó el arma, apuntó a la cabeza de Pascual y disparó. Sintió alivio. Esta vez, aún no había terminado de limpiar el cuarto.

FIN

Octubre 24, 2005. Fajardo, PR – José Borges

De ratones y otras cosas



Anoche se llevó a cabo la lectura de cuentos en Café Berlín. Fue un rato muy ameno, aunque llegué tarde. Leí «Susana» (otra vez, lo sé, pero ellos no lo habían leído) y me hizo falta el micrófono… me acostumbré demasiado. Disfruté de una poesía muy jocosa acerca de la vejez. Por mala fortuna, no recuerdo quién la recitó. Me impresionó que lo hiciera de memoria, ya que era larga.

Al concluir las lecturas salimos a las mesas de la acera, donde discutimos películas, la atracción sexual que sienten las mujeres con John Travolta (aun cuando esté panzón), el problema de Puerto Rico, la resolución del problema de Puerto Rico, la inteligencia de Maripili (es un argumento válido, ¡de veras!) y la humortivación de Silverio. No creo que haya sido en ese orden en particular.

Algo muy curioso sucedió mientras hablábamos. Una rata (el tamaño varía de acuerdo a quién le preguntes… Bárbara Forestier y Yolanda Arroyo dicen que era del tamaño de un gato. Yo… pues, vean la foto) cruzaba la acera desde una alcantarilla a un desague en el edificio. Después de gritos (no mencionaré de quién o quienes) y averiguaciones, dejamos a la rata en paz. Me asombraba como miraba de un lado a otro antes de cruzar la acera. Astuta.

La próxima lectura de cuentos en Café Berlín será el 18 de noviembre (creo). Tampoco es el último viernes del mes, pero la fecha configía con el Día de Acción de Gracias. A ver si más personas se animan a ir.

Los dejo por ahora, que voy a escribir el cuento fantástico para el lunes.